Llego de viaje, entro en casa, voy a la pieza, miro la cama; llena de hormigas muertas.
La abro y veo que hay más, las sacudo, no me molestan, me acuesto.
Mientras duermo siento que algunas caminan sobre mi, otras me pican. Me pica todo el cuerpo.
Me levanto. No lavo la ropa. Las hormigas siguen ahí. En el baño más hormigas. Viajo nuevamente. Llego de madrugada. No me acuesto. Hasta el mediodía limpio toda la casa, como nunca, lavo toda la ropa, todas las sábanas. La casa está impecable. Pero ellas siguen ahí.
En la cama, en el colchón.
Las mismas hormigas vivas y muertas están acechando en mi cama. Ya había echado raid.
Las quise eliminar pero siempre volvían. En una noche de desvelo, leo cómo sacar las hormigas de la casa.
Ya no me parece una solución echarles veneno. Creo que con eso solo las espanto. Es como tomar un rivo o bajonear. Solo calma un rato.
Leo que dan buena suerte, que dan mala suerte, y leo algo que me parece interesante: “hable con las hormigas”. Y digo ¿Por qué no? Con mi tarro de pesticida en manos voy a la pieza.
Ya no me parece una solución echarles veneno. Creo que con eso solo las espanto. Es como tomar un rivo o bajonear. Solo calma un rato.
Les hablo, les digo que no se metan en la casa, que tienen todo el patio para ellas y luego les hecho Raid.
Algunas mueren y otras escapan. Pero ya no están. Y no volvieron. Ahora tengo que hablar con las arañas.