Le hizo un par de preguntas que él respondió esquivamente.
No esa noche, la anterior, entendió que nunca sabría la razón de tantos secretos.
No dejó que se derritieran los hielos, y se bebió el whisky para colocarse rápido.
Y con él buscaba ahogar las imágenes que la enloquecían.
Ahora sí podía mirar las caras de las pocas personas que morían en ese bar, manchadas por la misma soledad, arrastradas hacia allí por el mismo viento blando de la noche.
Llegaba el otoño.
Ningún final para su historia le parecía posible. Volvió a su casa y por un instante, antes de meter la llave, pensó en una vida nueva de total libertad. En caída libre hacia el sueño profundo de su corazón. Y sintió una rosa roja rompiendo sus costillas al abrirse. Pero ya estaba dentro, él había llegando antes. Lo notó por las extrañas huellas blancas en el piso que dejaban una vez por semana sus zapatos.
Ahora sí podía mirar las caras de las pocas personas que morían en ese bar, manchadas por la misma soledad, arrastradas hacia allí por el mismo viento blando de la noche.
Cuando, su ropa y sus pelo aseado parecían pertenecer a otro cuerpo que aquel que había dejado polvorientas huellas blancas mostrando el recorrido dentro de la casa.
Estoy segura de que puedes llegar a ser un verdadero perro. Le dijo. Sólo quiero morirme todo el tiempo y vos tenes que quererme todo el tiempo. Le dijo.
Estás en lo cierto sin tener razón. Le dijo.
De dónde viene ese resto de coraje.
De las personas que no hacen bien su trabajo.
De frente hacia el enemigo.
La impaciencia también tiene sus derechos.
Entonces ella se sienta a mirar los dibujitos.
A pensar si llegó el momento de dejar de vivir algo para empezar a recordarlo.
Lo único que le ocurrió fue haber hecho nido en su pelo.
De ambos se había apropiado, no el miedo, sino algo peor, la lividez del miedo.
