Por Andrea Álvarez Mujica

La vida es extraña

Cronicas

Con su pluma exquisita, Andrea Álvarez Mujica nos lleva de la mano a conocer una historia tan simple como fascinante.

La música de John Coltrane le daba a Leopoldo un momento de placer inmediato. Además, la utilizaba para limpiar su mente de otras músicas cuando algún estribillo feo, escuchado por azar en un viaje en taxi o en el gimnasio, se le grababa involuntariamente en la memoria. Esa permeabilidad a disgusto y sin control, lo incomodaba, le producía un leve enojo hacía sí mismo, entonces buscaba cualquier disco de Coltrane para disolver el recuerdo pegajoso.

Con el tiempo, se había enamorado de sus hábitos, escribir temprano, tomar mate con agua mineral y mirar por la ventana ese cuadro en movimiento siempre parecido y siempre distinto: el empedrado a veces húmedo, cruzado por las trochas viejas del tranvía, el 29 bamboleante, frenando indeciso y las personas indiferenciadas pasando de un lado a otro por delante de la heladería de la ochava.

Le gustaba cruzar al parque Lezama y reconocer las ramas perennes y las copas frondosas temporales, con la cara hacia el cielo, seguía el recorrido de los pájaros, una distracción que lo llevaba a toparse con la bicicleta de un niño o disculparse al tocar un jarrón y creer, por un momento, que era alguien detenido en el paseo. Ensimismado, buscaba el lugar de árboles del pasado, acá estaba el árbol que tanto me gustaba, ese que era gris y creía muerto y que un día descubrí con manchones verdes en las ramas más altas y que lo talaron en la última puesta en valor del parque. Esas caminatas breves, esos paseos sin rumbo, lo llevaban de vuelta a su casa con alguna idea nueva que lo entusiasmaba y lo impulsaba a entrar apurado hacia el escritorio como si tratara de trasladar agua fresca en una red que iba a llegar vacía.

A veces, con secreta intención, empezaba un texto en cualquier tipografía, aquella que la máquina predeterminara y una vez tipeadas las primeras oraciones, seleccionaba el párrafo y lo cambiaba a Bookman Old Style cuerpo catorce y dos espacios para estimular su producción y sentirse bien, porque en ese formato las frases mejoraban su contenido o al menos esa era la percepción de él. Magnífico Gruñón, su perro, se acercaba con pasitos suaves, golpeteando con las pezuñas el piso, la nariz casi pegada a la madera, siguiendo un rastro inventado, llegaba hasta las zapatillas, las olfateaba concentrado y se echaba.

A Leopoldo le daba gusto sentir esa presencia cercana, la compañía silenciosa, la leve presión del cuerpito cálido del animal contra sus pantorrillas.

En la pantalla de la computadora portátil estaba el texto de Francisca, Fran, Nina, Nufer y si hacía un pequeño esfuerzo, iba a recordar más de esos apodos que él le había inventado por años. Un poema de Francisca, uno de los tantos poemas que él guardaba sin terminar de decidir qué hacer.

¿Debía preguntarle a Francisca? Ni siquiera ella se los había dejado con intencionalidad, sencillamente habían quedado en su computadora. Incluso le parecía recordar que alguna vez los había tenido en disquet, rotulados con la letra pequeña y despatarrada de Francisca. Días atrás, cuando la computadora se le rompió, temió perder todos los materiales propios y también los textos de ella. Se recriminó por no haber hecho copias de seguridad, impresiones o guardado sus archivos en alguna otra parte, pero claro, eso era lo que pensaba cada vez que una máquina se rompía y después, al reponerla, olvidaba el tema como si fuera algo que no podía repetirse o que faltaba mucho tiempo para que sucediera. Esa tarde, cuando la pantalla dejó de iluminarse, supuso que el sistema operativo seguía en funcionamiento, el suave sonido de arranque, las lucecitas encendidas y una transparencia en la negritud detrás de la cual le parecía ver las ventanas abrirse. Eso le aportó una calma moderada, una temporal indulgencia por su completo descuido.

Esas caminatas breves, esos paseos sin rumbo, lo llevaban de vuelta a su casa con alguna idea nueva que lo entusiasmaba y lo impulsaba a entrar apurado hacia el escritorio como si tratara de trasladar agua fresca en una red que iba a llegar vacía.

Guardó la computadora en una mochila y fue hasta el servicio técnico del barrio. El muchacho no encontró la solución y le recomendó comprar una nueva.

—Tengo dos novelas ahí —le dijo Leopoldo al técnico.

El experto informático, de ojos claros y anteojos cuadrados, le ofreció quitar el disco rígido y colocarlo en un adaptador.

—Después conectás el adaptador a tu compu nueva y listo.

—¿Cómo un pendrive?

—Tal cual. Lo usás como disco externo o pasás todo al nuevo. Pero te conviene empezar a guardar tus novelas en la nube, así las vas a tener disponibles desde cualquier equipo.

—¿Eso es privado?

—Nada es privado —dijo el técnico y sus ojos claros se achisparon detrás de los cristales.

Después le aclaró que en teoría sí. Un buen muchacho, pensó Leopoldo cuando enchufó el adaptador con su antiguo disco rígido a la nueva máquina y los materiales del pasado reciente, de los últimos cinco años, se abrieron en su escritorio: las carpetas de fotos, los íconos con sus novelas en proceso, los archivos con textos entregados a la revista e incluso los poemas y cartas de Francisca.

Seleccionó el poema y lo pasó a Bookman Old Style cuerpo catorce y dos espacios, lo acomodó como un texto en prosa y volvió a preguntarse qué debía hacer con esos textos que estaban en su poder. Al leerlo, un eco de la voz de Francisca le llegó desde algún recodo de su memoria. Por la mañana, con la cara fresca y mi kimono liviano, regaba los rosales del jardín. Tus zapatos estaban lustrados, tu camisa blanca, vos, con lustre. Te preparabas para ir al hipódromo. Al atardecer, los albatros pasaban todos por el cielo de nuestra terraza.

Hacían un gran alboroto siguiendo el último rayo de sol. Cuando los escuchaba llegar, corría hasta la escalera y subía de a dos los peldaños de madera, pasaba el dormitorio y salía a la terraza a mirar el cielo y pensaba: ¿Qué lugar puede ser mejor que este, donde el atardecer de verano sucede a las nueve de la noche y los albatros vuelan hacia el sol por una ruta aérea que cruza mi terraza? Te habías vuelto bueno, tus virtudes habían engordado como un hongo lácteo que se expande en la noche. Tu maldad estaba suspendida y yo me había contagiado y bailaba en ese palacio de cristal que se iba a desvanecer. Lo sabíamos. Leopoldo dejó el escritorio, caminó hasta el cristalero donde guardaba los chocolates. Sobre el mármol estaban los portarretratos con las fotos de Mónica y Felipe de niño. En todas las fotos Mónica reía. Siempre tuvo buena dentadura, pensó Leopoldo. Como si esos dientes blancos y armónicos fueran el motivo de la risa plena y no sus chistes.

Esa suma de bromas casuales que él había inventado para ella, por años. Como un bufón encubierto, con talante serio, largaba las frases que provocaban las carcajadas de Mónica, antes de cada foto. ¡Y tantas otras risas sin fotos, en cenas, paseos y bailes! Abrió la puerta del cristalero y sacó un chocolate grande, aireado, con envoltorio rojo. Fue al cuarto de su hijo para compartirlo.

—¿Querés chocolate?

Una mariposa aleteaba en la pantalla. Felipe detuvo el juego, giró el sillón ergonómico y lo miró con expresión alegre.

—Dale.

Partieron el chocolate. La mariposa quedó inmóvil.

—¿Cómo está tu madre?

—Ella está bien. Con mucho trabajo —dijo Felipe.

—¿Y está con alguien?

—Ya sabés —Felipe tiró el torso hacia atrás y movió las manos en el aire, como si quisiera evitar decir palabras incómodas— viene Claudio a buscarla. A veces sube un rato.

—¿Y qué hacen?

—Nada, charlan, escuchan música. Mamá prepara limonadas.

—¿Se queda a dormir?

—Que yo sepa no, al menos no cuando estoy yo. Se habían comido la mitad del chocolate.

—¿Qué pasa con esa mariposa? —preguntó Leopoldo.

—Este juego es muy bueno. Puedo retroceder el tiempo. Max es la protagonista. Este es el comienzo. Te lo resumo. Ella tuvo un sueño raro con un tornado. Se despertó en la clase de fotografía. Se sacó un autorretrato con el teléfono. El profesor se molestó. Dijo que los autorretratos fotográficos no eran una novedad. Que existían desde 1830. Le hizo una pregunta a Max sobre los daguerrotipos. Ella no supo la respuesta. Otra alumna explicó que los daguerrotipos mejoraron los detalles de los rostros. Hubo una serie de pequeños incidentes en el final de la clase. La foto, una conversación con el profesor antes de salir del aula. Después Max fue al baño. Se lavó la cara. Vio la mariposa y la siguió hasta que se posó en el borde del cesto de basura y la pudo fotografiar. Un chico entró al baño. Max se quedó escondida. El chico hablaba solo frente al espejo. Entró una chica. Discutieron. El chico tenía un arma y la mató. Max gritó y retrocedió el tiempo y apareció otra vez en la clase con el profesor de fotografía que le preguntó sobre los daguerrotipos. Max le dio la respuesta. Ahora estoy otra vez en el baño y tengo que evitar que el chico mate a la chica, pero todavía no sé cómo hacerlo. Felipe quita la pausa. El baño tiene forma de ele. Max fotografía a la mariposa y escucha entrar al chico y luego a la chica. Está desesperada. Sabe lo que va a pasar, pero no encuentra la forma de evitarlo. Frente al espejo y ante los lavatorios, la chica y el chico discuten, el chico vuelve a matar a la chica.

—Es decir que vos sos Max —dice Leopoldo.

—Soy Max, tengo que volver al pasado —dice Felipe y se acomoda en su sillón ergonómico y le pone el control del juego en la mano a Leopoldo, por un momento—. Sentilo.

Leopoldo siente una vibración mientras Felipe hace que Max retroceda el tiempo una vez más para volver a fotografiar la mariposa y esperar la entrada al baño del chico con el arma.

—Buen juego —dice Leopoldo y arruga el papel del chocolate—. Después contame como lo resolviste. Me voy a hacer unas cosas por el barrio.

—Dale.

—Espero que salves a esa chica.

—La voy a salvar.

Leopoldo agarra el llavero y sale rápido para que Magnífico no alcance a seguirlo.

Baja la escalera y abre la puerta. Queda el último vestigio de luz. Hace frío. Se cierra el saco. Las personas conversan animadas en el bar de la esquina. Le llega el olor del café. El mozo salió a fumar. El sacerdote, con su sotana larga inflada por la velocidad de sus pasos presurosos, vuelve a la iglesia. Está abierto el kiosco de enfrente. Leopoldo siente que alguien le toca la espalda. Gira. No ve a nadie. Tengo que comprar manzanas, piensa y se detiene frente a los cajones de fruta. Manzanas y tomates cherry y después cruzo al kiosco a cargar la Sube y los teléfonos.  


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