Por Ragendorfer

El día de la bestia

Cronicas

Luca, una noche descontrolada, unas manos de morcillas de acero y un enigma que se revela.

 El 7 de julio de 1983 hubo razzia en el Café Einstein. De modo que la avenida Córdoba, casi llegando a Pueyrredón, estaba cortada por dos patrulleros; otros tres acechaban a metros del mítico tugurio con los parachoques mordiendo el cordón de la vereda. También había un colectivo requisado para trasladar a los detenidos hacia la comisaría 19ª, y en su interior ya no cabía ni un alfiler.  

Ese jueves acababa de lucirse la Hurlingham Reggae Band, conformada por los integrantes de Sumo. Ahora Luca Prodan, algo belicoso por la ingesta de ginebra, increpaba en la calle a un sargento obeso, con gesto impávido, que ni siquiera le devolvía la mirada; el tipo simplemente contaba hasta diez antes de prodigarle un cachiporrazo en la cabeza. Pero no llegó a esa cifra porque, de pronto, una oportuna mano se atenazó al cuello de Luca para arrancarlo de la escena.

Era una mano inmensa, velluda, con dedos como morcillas de acero. Pertenecía a un sujeto morocho que de casualidad pasaba por allí. Lo cierto es que su tamaño atemorizaba. Sin embargo exhibía una cara amigable. Un sexto sentido hizo que Luca caminara con él sin chistar.

Ambos terminaron en un piringundín de la calle Anchorena, a metros de la avenida Santa Fe. Allí el gigante era tratado por los mozos con deferencia. Uno de ellos llevó su campera de cuero al perchero. Recién entonces Luca vio que por detrás de la camisa le asomaba, en el extremo superior del esternón, la cabeza tatuada de un águila, y que en su antebrazo derecho había tres palabras: “Madre, nunca más”. Luca quiso saber qué significaban. La respuesta: “Que a la cárcel no vuelvo”. Fue la única vez en sus vidas que ellos se encontraron. Luca tardaría 12 meses y una semana en saber quien realmente era su extraño salvador.  

Era una mano inmensa, velluda, con dedos como morcillas de acero. Pertenecía a un sujeto morocho que de casualidad pasaba por allí. Lo cierto es que su tamaño atemorizaba. Sin embargo exhibía una cara amigable. Un sexto sentido hizo que Luca caminara con él sin chistar.

Entre las sogas  

Durante la tarde del 14 de julio de 1984, el cantante de Sumo ocupaba una mesa de El Británico con el poeta y periodista Tom Lupo. Las otras mesas estaban plagadas por parroquianos muy atentos en el televisor instalado sobre la entrada. La pantalla mostraba un ring con un individuo de smoking rojizo anunciando en el casino de Montecarlo la gran pelea de ese día: el venezolano Fulgencio Obelmejías versus el crédito criollo, César “La Bestia” Romero. El presentador exageró las vocales al declamar ese apellido. Luca observaba a los parroquianos con desprecio ya que el boxeo no era su deporte favorito.

Pero, súbitamente, su mirada se clavó en el televisor. Y se puso de pie, sacudido por un detalle: el púgil argentino tenía una enorme águila tatuada en el tórax. Al sonar en Montecarlo la campana, Romero avanzó con pasos firmes al centro del ring. Allí lo esperaba Obelmejías, un nombre prestigioso entre los medio pesados. La Bestia, dueño del séptimo puesto en el ranking mundial, lo madrugó con un golpe feroz en el pómulo derecho. Su público en El Británico lo vitoreaba.

Luca se había plegado con todo el alma a tal fervor. Y Lupo, al verlo así, no salía de su asombro. Al concluir el primer round, Luca le contó los detalles de su breve pero inolvidable cruce con semejante personaje. César Romero había nacido a comienzos de 1955 en una localidad del partido bonaerense de Merlo llamada Libertad. Casi un chiste para alguien que estaría preso desde los 17 hasta los 22 años. Tal fue el destino del primogénito de don Servano, un trabajador ferroviario que con su esposa, Antonia, tuvo otros siete vástagos.

La familia se hacinaba en una vieja casa próxima a la estación y la plata no era suficiente para comer a diario. En ese contexto el pequeño César saltó de mandadero por unas monedas y repartidor de soda a malviviente precoz antes de cumplir los 12. Tanto es así que armó una bandita con pibes de su edad abocada al robo de cobre en los talleres del ferrocarril y mármoles en tumbas del cementerio de Santa Mónica. Después, ya adolescente, pasó al asalto a mano armada de comercios; también levantaba coches y hasta tuvo una fugaz incursión en el arte del “escruche”. El “frenteo” a una distribuidora de quesos en Liniers fue su perdición. Aquella aventura le deparó una penosa travesía por los penales de Olmos, Mercedes y Devoto.

En tales inframundos su envoltura corpórea –casi dos metros de altura y 84 kilos– lo convirtió en un convicto respetable. Un prestigio que, por cierto, supo consolidar a las trompadas. En la cárcel empezó a ser llamado La Bestia. Y allí se hizo boxeador. Su obsesión era dejar la reja con esa salida laboral. Pasaba horas entrenándose. Aporreaba una ojota sostenida por un muchacho del pabellón, practicaba con otros presos, saltaba la soga, hacía abdominales y corría por el patio. Así era su rutina diaria. Y la mantuvo hasta obtener libertad condicional  

Último round

La Bestia salió de Devoto en otoño de 1978 con el águila en el pecho y otros 32 tatuajes, incluso uno en el pene. Entonces se hizo estampar el último; o sea, aquella promesa a doña Antonia por escrito. Se trataba de un juramento con dobleces. Y que en esa velada con Luca

El juramento de La Bestia

La Bestia completó con una aclaración: “Si se me mete otra vez el diablo en el cuerpo y me toca perder, prefiero que la yuta me haga boleta, o me boleteo yo, pero a la cárcel no vuelvo nunca más”.

Por aquella época su redención parecía una profecía consumada. Tras prepararse en Pergamino con el Canga Bonet se abrió camino en el mundillo amateur. Y debutó como profesional en 1981 ganándole en aquella ciudad por puntos a Víctor Robledo. Otras victorias en Junín, Bahía Blanca y Moreno lo llevaron a peleas de semifondo en el Luna Park con resultados desparejos.

Su carrera parecía condenada a combates de cabotaje. Pero la gran oportunidad le llegó al voltear en el segundo round a José María Flores Burlón, un uruguayo que tenía todo arreglado para enfrentar a Michael Spinks por el máximo cetro de la categoría. Seis triunfos más fueron el pasaporte de La Bestia para viajar a Montecarlo. Obelmejías era el paso previo a disputar el título mundial de los medio pesados en Miami por una bolsa de un millón de dólares.

En eso estaba en la noche del 14 de julio. Sin embargo, el júbilo en El Británico se desinflaba como un globo con pérdida de helio, al igual que el ímpetu inicial de Romero en Mónaco. “Obel” –tal como le decían al venezolano– lo bailó, jugaba con él y al final del quinto round hasta le toco los glúteos para provocarlo.

A duras penas La Bestia llegó en píe al último segundo del combate. Su gran sueño había terminado. En ese mismo instante Luca se despidió de Lupo con una sonrisa triste y salió del bar en silencio. A la semana Lupo lo fue a buscar a una sala de ensayo del centro con un ejemplar de Crónica en la mano. Luca palideció al ver la foto de La Bestia en la portada.

El boxeador yacía sobre una vereda boca arriba, con los ojos bien abiertos y los brazos en cruz. Esta vez lo había nockeado la metralla policial. Fue después de asaltar con otros cuatro hampones una terminal de colectivos en Isidro Casanova. Luca en ese instante comprendió que César “La Bestia” Romero había cumplido su promesa.          


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