Foto: Dibujo Abel
Por Sol Clemente - Foto: Dibujo Abel

Ernesto

Cronicas

Un hombre atormentado en una ciudad mutilada por el desgarro y un sinsentido que brota a cada paso.

Ernesto sale de su casa a las siete de la tarde. Es otoño en Buenos Aires y el sol cayó. Es cuando le gusta salir porque se siente menos observado.

Llega hasta el pasaje Tres Sargentos, se para debajo de un farol y enciende un cigarrillo. No quiere reconocerlo, pero está asustado.

Su mente proyecta imágenes alternadas y le cuesta saber si son reales o si las está imaginando.

La mano firme del Diente en su hombro no lo saca del divague. ¿Es el Diente el barquero? Mientras Ernesto cavila, el Diente rápidamente desliza en el bolsillo de su saco, junto a su pañuelo, dos minitubos plásticos rellenos de merca.

Ernesto sabe que debe actuar con igual rapidez y lo intenta. Mete su manaza en el bolsillo del pantalón y saca un rollo de billetes. Cuando el Diente toma el rollo, Ernesto lo sorprende atrapando la ágil mano del dealer con su otra mano regordeta.

El Diente clava en los ojos de Ernesto su mirada estallada: “dejame dos más”, le pide. El Diente, zafándose con rudeza, se aleja casi un metro. Pero no adopta posición de pelea. Se agacha y de una media saca una bolita hecha con cinta adhesiva negra y la arroja al pecho de Ernesto. “Te la dejo así, tomá, rellenátelos vos y ésta te sale doble”.  

***

Lucía sale de la ducha y se sienta en el borde de cama. Mira a través del ventanal. El sol ya casi no se ve, pero aún el cielo no está oscurecido. Se pone de pie y camina hasta el ropero, abre las dos puertas del medio. Desliza las perchas y se detiene en un vestido turquesa. Lo saca y lo apoya sobre su cuerpo, cierra una de las puertas y se mira en el espejo que está empotrado del lado de afuera.

Vuelve a colgarlo y a deslizar las perchas. Encuentra otro vestido, apenas más largo, blanco con lentejuelas. Lo mira unos segundos y lo descarta. Se queda parada frente al espejo. Se mira de arriba abajo. Se acerca y con los dedos índice se estira las cejas. Se aleja unos pasos y sigue observándose. Saca de un cajón ropa interior de encaje rojo y unas medias de red negras. De las perchas, un vestido negro, corto pero holgado. Se viste y se maquilla.

Los ojos sobrecargados de rímel y delineador. Los labios rojos. Se suelta el pelo. Inclina la cabeza hacia abajo y lo revuelve con los dedos. Se incorpora y lo bate un poco más. Camina hasta el living, pone música: la Traviata de Verdi. Enciende un cigarrillo y cierra los ojos mientras el humo recorre su garganta hacia adentro y hacia afuera. Suena el timbre: su taxi está abajo. Agarra la cartera, un abrigo y se pone los tacones que están al lado de la puerta. Antes de salir, apaga la música y mira el retrato que tiene al lado del minicomponente: “Feliz cumpleaños, papá, esta noche va por vos y por el colegio de señoritas”.

  ***

Ernesto espera a que el Diente se termine de alejar y, cuando lo ve desaparecer en la ochava del pasaje y Reconquista, va hacia la esquina contraria. Dobla por San Martín pensando en encarar para la estación de tren rumbo a San Miguel. Su mente sigue tejiendo una red pegajosa. Puede verse tendido boca arriba en su catrera. La boca abierta, los ojos vidriosos.

Los ojos sobrecargados de rímel y delineador. Los labios rojos. Se suelta el pelo. Inclina la cabeza hacia abajo y lo revuelve con los dedos. Se incorpora y lo bate un poco más. Camina hasta el living, pone música: la Traviata de Verdi.

Casi oye la voz de su madre que, entreabriendo la puerta de la pieza, le hace reproches. Imagina que deja de reprimirse y contesta: “vieja hija de puta, me hiciste la vida imposible”.

Pero sabe de inmediato que es incapaz de decir ni hacer nada. Conoce sus limitaciones. Nada puede salvarlo, su madre va a cumplir el ritual tortuoso de siempre: denigrarlo hasta la hora del sueño. Sabe que la permanencia silenciosa va a resultar imposible en esa casa.

Llega a Marcelo T. de Alvear y dobla hacia la izquierda. Camina hasta Suipacha y vuelve a doblar, ahora hacia la derecha. Camina rápido, hace tres cuadras, gira por Juncal rumbo a la 9 de Julio. En mitad de la avenida queda atrapado por el semáforo. Mete la mano en el bolsillo y saca uno de los tubos. Lo destapa y se lo lleva a un orificio de la nariz. Aspira. Lleva el tubo al otro orificio. Aspira de nuevo. Cierra los ojos por un momento y lagrimea. Se le ocurre que inhalar es como hacerse acupuntura en el cerebro. Se le ocurre que ya no está atrapado en el tránsito, que si quiere puede atravesar los autos.

Nada puede salvarlo, su madre va a cumplir el ritual tortuoso de siempre: denigrarlo hasta la hora del sueño. Sabe que la permanencia silenciosa va a resultar imposible en esa casa.

Cuando el sinsentido ya colonizó casi todos sus pensamientos, está en la calle Quintana, justo en la puerta del club.

  ***

Lucía sale al pallier y camina hasta la puerta del ascensor, sus tacos resuenan en el porcelanato como martillazos en Do mayor sobre un piano metálico. Antes de que presione el botón que lo llama, el ascensor se detiene frente a ella. A través de la puerta tijera ve a la vecina del piso de arriba. Abre y entra.

—Lucía… tus pisadas son inconfundibles —le dice, dándose vuelta hacia el espejo—. Llegué esta mañana, te iba a llamar mañana o pasado.

—Hola, Mabel, me dijo el encargado que llegabas hoy. ¿Te fue bien en el viaje? —responde mientras busca los cigarrillos en la cartera, saca uno y lo sostiene en la mano.

—Seguís fumando.

—Sí, Mabel, sigo fumando.

—Y seguís yendo con vestimenta insulsa o ¿ya no vas más? —le dice mirándola de pies a cabeza.

—No te pases, Mabel, que me hayas recomendado no implica que seamos amigas.

—Las malas costumbres hay que saber dejarlas a tiempo; si no, lo que debe ser un atajo se convierte en vicio.

—Y una termina teniendo una vida triste que va en decadencia —recita Lucía.

—Tenés razón, disculpame —dice Mabel y abre las puertas del ascensor que llegó a planta baja—. Dale saludos a la rubia y a Jazmín, cuidate y…

—Usá forro y cobrá siempre antes. Se miran, se ríen y se saludan con un beso al aire. Con el ascensor abierto, Lucía se echa una última mirada frente al espejo. Se abre un poco el tapado y mira sus zapatos: “Ferragamo”, dice en voz alta. No está acostumbrada a los buenos momentos, pero sí a las cosas buenas. Espera a que Mabel se vaya. La ve alejarse y sale. Siente una mezcla de envidia y de miedo. El mismo taxi, con el mismo chofer de todos los días, la espera a unos diez metros de la entrada del edificio. Esos diez metros son suficientes para que pueda invocar a la Pomba Gira: enciende el cigarrillo, lo pita y lo incrusta en la corteza de un árbol que ya tiene detectado junto al cordón de la vereda.  

***

Ernesto entra y recorre con la vista el panel que forman las chicas. Lucía está de espaldas junto con otra rubia que, al verlo, le toca el hombro a ella: “vino tu novio”. Lucía se da vuelta, pero no se acerca; lo ve sentarse en un taburete. Lo observa unos minutos. Lo ve tamborilear los dedos sobre la barra. Lo ve que mira todo como buscando algo. Lucía agarra el atado de cigarrillos, su Zippo dorado y va hacia él, que enseguida empieza a hablar:

—Hola, qué bueno que estás, no te veía y pensé que no estabas. Porque antes de anoche vine y no estabas. Sentate, ¿querés tomar algo? ¿Me convidás un cigarrillo? —dice él en un microsegundo.

—¿Tomaste?

—¿Qué decís?

—Si tomaste merca te pregunto.

—Quedate tranquila, que no quiero salir.

—Ya sé, pero ¿tomaste merca?

—En serio, relajate, si vos sabés que con vos no salgo. Nunca te dije de salir. ¿O acaso querés tomar?

—Contestame, ¿tomaste o no?

—¿Por qué me preguntás? ¿Porque vos querés? No te daría.

—No es porque quiero tomar, lo que quiero es saber —dice Lucía, girando la cabeza hacia el mozo que se acerca—: un jugo de naranja traeme a mí. ¿Y vos?

—Hola, a mí traeme un whisky.  

***

Lo vio llorar. Esa noche acodado en la barra, Ernesto lloró. También lloró en el telo, sobre las rodillas de Lucía. Ernesto le contó que por lo general lloraba en su cama, apretándose la cara contra la almohada, pero que una vez había llorado caminando por la calle. Le dijo que cuando lloraba sentía vergüenza. Culpa, por lo que le dolía y por estar llorando. Entonces Lucía, que quería saber, supo. Supo que él era uno de esos tipos denunciados por violentos. Que recordaba los ojos de su hija. Unos ojos grandes llenos de miedo, que vieron todo.

Vieron cómo su madre se abalanzó sobre su padre y le tiró una pava de agua hirviendo. Vieron a su madre correr hacia la cocina y manotear del cajón de los cubiertos un cuchillo Tramontina, blandirlo al aire contra su padre y amenazar con matarlo y matarse. Unos ojos que lo vieron sostener a su madre de las muñecas, alejándola, mientras recibía gritos y escupitajos.

Entonces Lucía, que quería saber, supo. Supo que él era uno de esos tipos denunciados por violentos. Que recordaba los ojos de su hija. Unos ojos grandes llenos de miedo, que vieron todo.

 

Vieron que logró que soltara el cuchillo, pero que no lograba quitársela de encima, mientras ella lo arañaba, lo mordía y seguía gritando. Unos ojos que vieron cómo Ernesto empujaba a su madre, que quedó estampada sobre la mesada y la cabeza le dio contra la alacena. Se le hizo un tajo en la nuca que tuvieron que coserle con cuatro puntos.

Algún vecino debió llamar a la policía que entró por la fuerza: la mujer estaba sentada en el piso de la cocina, sangrando, con las muñecas moretoneadas. Los ojos de su hija vieron por última vez a Ernesto, llorando y agarrándose la cabeza con las manos, balbuceaba: “perdoname, fue sin querer, perdoname”.

Foto: Dibujo Abel

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