Recuerdo a mi tía adorada
ya entrada en años
pero siempre la misma sonrisa
en aquel dichoso rostro.
Lo único que temía de morir sola
es que encontraran su cuerpo descuidado.
Por eso se vestía como para ir de paseo
o dar la vuelta al perro.
Nadie, menos yo, entendía
por qué usaba rimmel antes de dormir.
Murió haciendo lo que quería,
como buena triple campeona de natación
ante el vasto y verdadero océano
del pueblo siempre realizando proezas.
Muchas veces conmigo
aferrado a sus espaldas
de tiburona en éxtasis
de delfina cantando al bajar la marea
o sirena druida tan lejos de su dolmen
Corríamos con un palo
a devolver los pulpos
enganchados en tramposos peñascos
y las rayas feroces que sólo ella amontonaba
en su gran balde azul
para devolverlas todas de una vez al mar.
El mar inmenso como su mirada
donde jamás podrías ahogarte.
Por eso, muchos años después, ya anciana,
desde una clínica creyendo que el océano
había al fin desbordado sus límites
saltó en picada recta desde el balcón
con su malla inventada.
Por suerte al menos para ella
eran espuma o agua de altamar
aquellos ladrillos de veredas
tantos años barridas y lavados
Pero las flores no lloran ninguna muerte ajena
bastante ya tienen con tanta pena propia al ser cortadas
Ese fue su último mensaje
especialmente para mí adentro de la carta
y su sobre perfumado de escamas atesorado para siempre.
Las flores no lloran ninguna muerte ajena
bastante ya tienen con tanta pena propia al ser cortadas
Ese fue su último mensaje.
Me regaló esta lámpara que yo mismo ahora soy y la expando o hago resplandecer en los bordes de todo lo posible.
Si fuera por Elsa este poema no tendría final.
Que no lo tenga entonces.