Por Johanna Fernández (Ursula)

Mondrágora

Cronicas

Una nueva voz emerge entre escenas cotidianas y extraordinarias. ¿No lo soñé?

Sacan los cuerpos del conventillo de la mente de Alberto. Se distrajo escuchando Dolina y se quedó dormido.

Una pareja discutió porque ya no había paco, el hombre prendió fuego un colchón y escapó por la boca.

¡La mujer salió descalza al pasillo al grito de fuego! y de a una empezaron a escucharse las puertas arrastrarse al abrirse, y los gritos de pánico sin muelas. Se pisaban, lloraban, nadie paraba por el otro.

Dos mujeres, un hombre y un bebé soñaban que se quemaba el desayuno. Alberto se meaba encima. Dormía. Soñaba con explicaciones científicas en una casa llena de hijos, en un lugar dónde podía repetir su historia sin picarse heroína, con estufas a leña, sonando Manal.

Dentro del sueño, cuentos de fuego esperaban en fila leerse en talleres literarios con salida a la feria del libro. Despertó y se chocó con Úrsula. Pero ella estaba en un sueño lúcido en el futuro. No pudo respirar, estaba teñido de negro y seguro pensó en su padre muerto en sus brazos, o en su madre muerta en sus brazos, y en ese cuadro premonitorio de la cabecera de su cama. ¿Quién se lo habrá llevado a él en sus fantasías de física y anarquía luego de dejar a salvo la carta de despedida que encontrarían años después la soledad y la lucidez? Estaba solo en su casa, sin gas ni luz, y en Mar del plata era Julio. Llenó el suelo de bollitos de papel que él mismo escribió, y al terminarse la ginebra trató de prender fuego botellas vacías. Veinte familias quedaron en la calle por peligro de derrumbe. Se turnan las frazadas y la comida en la esquina. Esperan que les dejen de mentir para volver a sus hogares del 1900. Así las cosas. Ahora bien, yo pienso en un Alberto vivo, leyendo la THC en el baño de su garage. Y también pienso en la Estrelladenahiara y Astrolauta.

Soñaba con explicaciones científicas en una casa llena de hijos, en un lugar dónde podía repetir su historia sin picarse heroína, con estufas a leña, sonando Manal.

Un rayo parecía querer llegar al suelo, pero amagó. Pienso en el principio de incertidumbre de Heisenberg y si ellos estuvieron juntos en el otro espacio antes de estar en mí, y atravesarme para ser en este mundo porciones de todo lo que vi, escuché y sentí.

-Una moneda por favor. Si ellos estuvieron juntos y alguien trato de medirlos perdió su posición al medir su velocidad entonces se separaron tan -tan lejos que volvieron a encontrarse al nacer el segundo. Y si ellos recordaran lo que pasó antes de entrar en mí, para salir por este mundo. Quién trató de medirlos y porqué. O si antes, yo fui alguno de ellos.

-Una ayuda para que mis hijos coman porfavorseñora. En mi vereda el cartón huele a perro, y los que se compadecen huelen a pis y tabaco. De vez en cuando el frío me duerme inconsciente en un laberinto de compras por algún perfume de hombre que me acuna. Pero después me empujan a elegir entre borrarme o el encierro en cuenta regresiva. No dejo de extrañarme. No puedo dejar de preguntarme y a veces les pregunto a ellos que van tan rápido mirando sus teléfonos, si duermen. Nadie contesta viste. Creen que elegís esta vida porque tu inteligencia no está, seguro dormís en la calle por drogona. No se imaginan que las pocas veces que aceptas hospitalidad del tipo "vení a casa bañate- comé- y dormí, aunque sea esta noche" termina en hilos de baba de fuerza y gritos que nadie escucha. Y no podés hacer nada. NADA. Entonces decidís seguir alucinando de frío, llorando, escuchando llorar y discutir a los que están igual que vos, mientras los carteles rebotan los flashes de las cámaras de los reyes amarillos, que desfilan por las calles donde tenes que vivir. Ellos se sacan fotos en sus descansos inmateriales, y te putean por elegir la miseria. Se ríen de vos, comen adelante tuyo, te patean, y simulan ser felices en camperas infladas que parecen ser cuevas de calor y comodidad. Donde mis hijos podrían vivir cien inviernos y no tendrían que pedirles nada a nadie. Ni esperarme solos en los juegos del Mc toda la noche, hasta que uno se quiebre la pera y me tengan que venir a buscar directamente con la culpa vestida de juez. También hay riñas acá, y las ambulancias no llegan nunca a tiempo. - ¡Mamii!, ¡mamii!, llora de miedo y de ahogo un nene contra la pared, con la cabeza encapuchada de su propia remera, y cada vez que lo voy a rescatar un culatazo del mismo fierro que lo apunta me saca del mapa. Los imagino peleando en el espacio, como lo hacen todo el día cerca mío, y me pregunto si serán una trampa para que no pueda hacer todo lo que me gusta que está maldito. Desconfío de cualquier fuerza superior, sobre todo las fuerzas médicas. De los que me culpan por hacerlos vivir en la calle, y los que me ofrecen su ayuda a cambio de "nada". Tengo hambre. Imagino que escucho Lightnin' Hopkins en mi antigua casa, es domingo a la mañana y el mate está frío. Anoche me fui de viaje cerquita de acá, a ver si podía visualizar el futuro o el presente feliz, y construí el pasado, calculé mi suerte y me dormí como Alfonsina en los musgos blancos de mi saco, y estrellas que, aunque las ramas tratasen de borrar de mi enorme ventana, siguieron ahí haciendo aserrín mi cama inexistente, y embudo mis sentidos para el sueño. Ojalá les sirva en el futuro todas las historias que les cuento mientras les contesto sus cientas de preguntas diarias que me hacen por creerme su madre. Y deseo que lo rebelde no se les borre aunque los echen de la escuela. Que crezcan pronto para que nos vayamos juntos de viaje a hacerles preguntas a Einstein, y que si me equivoco transformen la energía en masa y sean reconocidos artistas. -Una ayuda por favor para mis hijos Estación Río de Janeiro... En el antiguo café Del Carmen debería estar entrando para encontrarme con ellos de cerca. Es lo mismo si interrumpo o no. Hice tiempo porque no tenía ganas de bancarme la charla inicial de preguntas estúpidas que empiezan con un cómoestas y ellos mismos te responden con otra pregunta casi obligándote a obedecer. Para qué me preguntan, si al comenzar a responder les suena el agujero de gusano y sin mirar, no dejan al diablo descansar la manito. Se estaba haciendo de noche y los veía de lejos conversar algo incómodos. Por mi pantalla se cruzaba el 15 cada dos minutos, los demás colectivos tenían una frecuencia más larga de circulación. La gente se chocaba y no se pedía disculpas. Autos importados doblaban en la ochava que sostenía a disgusto a los otros desamparados sobre el cartón húmedo. Y yo no dejaba de extrañarme, el odio me extraña, la indiferencia o el noteví. Enfrente, detrás del vidrio del café, el mismo mozo de La Paternal se llevaba las cartas, y ellos descansaban la sonrisa en pausas porteñas. No entré. Preferí quedarme a la vista, pero lejos. El café de ese lugar te lo sirven en tazas con rouge, quemado, a sesenta pesos y cuando ellos quieren. Me oculté en la florería a mirarles los zapatos negros y las zapatillas blancas a la gente. A descifrar historias en las caras de los otros. Vuelve el mozo a la 44, ellos hacen silencio. Sin aire no hay sonido, pero lo supe porque se tiraron hacia atrás y esquivaron el brazo cansado del que servía. Gracias dijeron y el mozo se fue, ella agarró un edulcorante y lo rompió sobre el pocillo. Él trataba de convencerla no dejando de hablar. Todos en la suya alrededor, y cucharitas en el aire que nunca caían hacían la espera más lenta. Voces sosteniendo ideas rotas se enredaban con las irreales propagandas del televisor. Gritos de chicos que querían irse y ella también gritaba, pero por dentro. No merecía ser interrumpido el tipo, por el capricho de una mujer de ir a dormir temprano con el libro de Amelie Nothomb que una flor maldita y marchita partía, representando el último buen recuerdo. Él apoyó un sobre con tranquilidad en la mesa. Tan sereno como atravesar una vidriera a los gritos o los mensajes de amor grabados en metales. La mujer lo aceptó con confianza y lo metió en su bolso. Prefirió leerlo después, sola. O con el fantasma que aparece a la hora de ir a dormir, proyectado como holograma desde el otro más allá, por un Dios aburrido, de padres que se persignan con el crucifijo en la boca. En diagonal a su mesa un escritor esperaba una historia. Y me proyectaba enfrente a mí. Volcó su café imaginándome, y esperaba que el mozo lo salve de las burlas que nunca se escuchan. La rejilla lo salpicaba, y los de la barra lo insultaban en lenguas del oeste. El hombre dejo caer su mano sobre la mano de la mujer, pero ella rechazó la última oferta. El escritor observó a la pareja y sus gestos desconfigurados entre amor y tensión de soledad. ¿Y la carta qué decía? No entendía por qué sumaron otro mensaje a la conversación. Ya estaban hablando, ¿qué más pasaba? ¿Qué tenía que decirle ese bigote de papá enamorado al borde de explotar de merca, a esa dama de peluquería? Vino el mozo con otro café y el escritor me convertía en prólogo. Yo miraba desde enfrente la historia dentro de la historia en todas las caras porque era lo único que podía hacer desde el futuro. El escritor aprovechó todos los ángulos de su curiosidad. Lo festejó al darse cuenta que no tenía cuchara, y el mozo ya no volvería a la mesa salvo a cobrarle. Quería el final primero, al conflicto lo resolvería en el camino. Cuchara ya se había convertido como yo en una palabra desconocida. Ni siquiera entendía su forma. Por la luz de un colectivo rebotando en el vidrio noventa grados desde su brazo derecho, el escritor vio que caían cucharas en cámara lenta y le dio un golpe hacia abajo a una para que se apure, pero todas las demás también lo sintieron. Se agachó luego de mirar en todas las direcciones agitado de intriga y levantó el mantel como un imaginario. Respiró profundamente por si estaba soñando los gritos de dolor que presentía llegar, y yo exhalé al construir el placer de poder soportar el peligro. Agarró la cuchara del suelo como si fuera una espada libertaria, espiando las otras mesas por abajo. Y en la 44, el hombre de bigotes que amaba a esa mujer como nadie, desenvainaba un final mal escrito, y se entregaba en desacuerdo y sacrificio, a reconocer que recordar es inventar.   Sacan los cuerpos del conventillo de la mente de Alberto. Se distrajo escuchando Dolina y se quedó dormido. Una pareja discutió porque ya no había paco, el hombre prendió fuego un colchón y escapó por la boca. ¡La mujer salió descalza al pasillo al grito de fuego! y de a una empezaron a escucharse las puertas arrastrarse al abrirse, y los gritos de pánico sin muelas. Se pisaban, lloraban, nadie paraba por el otro. Dos mujeres, un hombre y un bebé soñaban que se quemaba el desayuno.

Alberto se meaba encima. Dormía. Soñaba con explicaciones científicas en una casa llena de hijos, en un lugar dónde podía repetir su historia sin picarse heroína, con estufas a leña, sonando Manal. Dentro del sueño, cuentos de fuego esperaban en fila leerse en talleres literarios con salida a la feria del libro. Despertó y se chocó con Úrsula. Pero ella estaba en un sueño lúcido en el futuro. No pudo respirar, estaba teñido de negro y seguro pensó en su padre muerto en sus brazos, o en su madre muerta en sus brazos, y en ese cuadro premonitorio de la cabecera de su cama. ¿Quién se lo habrá llevado a él en sus fantasías de física y anarquía luego de dejar a salvo la carta de despedida que encontrarían años después la soledad y la lucidez? Estaba solo en su casa, sin gas ni luz, y en Mar del plata era Julio. Llenó el suelo de bollitos de papel que él mismo escribió, y al terminarse la ginebra trató de prender fuego botellas vacías. Veinte familias quedaron en la calle por peligro de derrumbe. Se turnan las frazadas y la comida en la esquina. Esperan que les dejen de mentir para volver a sus hogares del 1900. Así las cosas. Ahora bien, yo pienso en un Alberto vivo, leyendo la THC en el baño de su garage. Y también pienso en la Estrelladenahiara y Astrolauta. Un rayo parecía querer llegar al suelo, pero amagó. Pienso en el principio de incertidumbre de Heisenberg y si ellos estuvieron juntos en el otro espacio antes de estar en mí, y atravesarme para ser en este mundo porciones de todo lo que vi, escuché y sentí. -Una moneda por favor. Si ellos estuvieron juntos y alguien trato de medirlos perdió su posición al medir su velocidad entonces se separaron tan -tan lejos que volvieron a encontrarse al nacer el segundo. Y si ellos recordaran lo que pasó antes de entrar en mí, para salir por este mundo. Quién trató de medirlos y porqué. O si antes, yo fui alguno de ellos. -Una ayuda para que mis hijos coman porfavorseñora. En mi vereda el cartón huele a perro, y los que se compadecen huelen a pis y tabaco. De vez en cuando el frío me duerme inconsciente en un laberinto de compras por algún perfume de hombre que me acuna. Pero después me empujan a elegir entre borrarme o el encierro en cuenta regresiva. No dejo de extrañarme. No puedo dejar de preguntarme y a veces les pregunto a ellos que van tan rápido mirando sus teléfonos, si duermen. Nadie contesta viste. Creen que elegís esta vida porque tu inteligencia no está, seguro dormís en la calle por drogona. No se imaginan que las pocas veces que aceptas hospitalidad del tipo "vení a casa bañate- comé- y dormí, aunque sea esta noche" termina en hilos de baba de fuerza y gritos que nadie escucha. Y no podés hacer nada. NADA. Entonces decidís seguir alucinando de frío, llorando, escuchando llorar y discutir a los que están igual que vos, mientras los carteles rebotan los flashes de las cámaras de los reyes amarillos, que desfilan por las calles donde tenes que vivir. Ellos se sacan fotos en sus descansos inmateriales, y te putean por elegir la miseria. Se ríen de vos, comen adelante tuyo, te patean, y simulan ser felices en camperas infladas que parecen ser cuevas de calor y comodidad. Donde mis hijos podrían vivir cien inviernos y no tendrían que pedirles nada a nadie. Ni esperarme solos en los juegos del Mc toda la noche, hasta que uno se quiebre la pera y me tengan que venir a buscar directamente con la culpa vestida de juez. También hay riñas acá, y las ambulancias no llegan nunca a tiempo. - ¡Mamii!, ¡mamii!, llora de miedo y de ahogo un nene contra la pared, con la cabeza encapuchada de su propia remera, y cada vez que lo voy a rescatar un culatazo del mismo fierro que lo apunta me saca del mapa. Los imagino peleando en el espacio, como lo hacen todo el día cerca mío, y me pregunto si serán una trampa para que no pueda hacer todo lo que me gusta que está maldito. Desconfío de cualquier fuerza superior, sobre todo las fuerzas médicas. De los que me culpan por hacerlos vivir en la calle, y los que me ofrecen su ayuda a cambio de "nada". Tengo hambre. Imagino que escucho Lightnin' Hopkins en mi antigua casa, es domingo a la mañana y el mate está frío. Anoche me fui de viaje cerquita de acá, a ver si podía visualizar el futuro o el presente feliz, y construí el pasado, calculé mi suerte y me dormí como Alfonsina en los musgos blancos de mi saco, y estrellas que, aunque las ramas tratasen de borrar de mi enorme ventana, siguieron ahí haciendo aserrín mi cama inexistente, y embudo mis sentidos para el sueño. Ojalá les sirva en el futuro todas las historias que les cuento mientras les contesto sus cientas de preguntas diarias que me hacen por creerme su madre. Y deseo que lo rebelde no se les borre aunque los echen de la escuela. Que crezcan pronto para que nos vayamos juntos de viaje a hacerles preguntas a Einstein, y que si me equivoco transformen la energía en masa y sean reconocidos artistas. -Una ayuda por favor para mis hijos Estación Río de Janeiro... En el antiguo café Del Carmen debería estar entrando para encontrarme con ellos de cerca. Es lo mismo si interrumpo o no. Hice tiempo porque no tenía ganas de bancarme la charla inicial de preguntas estúpidas que empiezan con un cómoestas y ellos mismos te responden con otra pregunta casi obligándote a obedecer. Para qué me preguntan, si al comenzar a responder les suena el agujero de gusano y sin mirar, no dejan al diablo descansar la manito.

Se estaba haciendo de noche y los veía de lejos conversar algo incómodos. Por mi pantalla se cruzaba el 15 cada dos minutos, los demás colectivos tenían una frecuencia más larga de circulación. La gente se chocaba y no se pedía disculpas. Autos importados doblaban en la ochava que sostenía a disgusto a los otros desamparados sobre el cartón húmedo. Y yo no dejaba de extrañarme, el odio me extraña, la indiferencia o el noteví. Enfrente, detrás del vidrio del café, el mismo mozo de La Paternal se llevaba las cartas, y ellos descansaban la sonrisa en pausas porteñas. No entré. Preferí quedarme a la vista, pero lejos. El café de ese lugar te lo sirven en tazas con rouge, quemado, a sesenta pesos y cuando ellos quieren. Me oculté en la florería a mirarles los zapatos negros y las zapatillas blancas a la gente. A descifrar historias en las caras de los otros. Vuelve el mozo a la 44, ellos hacen silencio. Sin aire no hay sonido, pero lo supe porque se tiraron hacia atrás y esquivaron el brazo cansado del que servía. Gracias dijeron y el mozo se fue, ella agarró un edulcorante y lo rompió sobre el pocillo. Él trataba de convencerla no dejando de hablar.

Todos en la suya alrededor, y cucharitas en el aire que nunca caían hacían la espera más lenta. Voces sosteniendo ideas rotas se enredaban con las irreales propagandas del televisor. Gritos de chicos que querían irse y ella también gritaba, pero por dentro. No merecía ser interrumpido el tipo, por el capricho de una mujer de ir a dormir temprano con el libro de Amelie Nothomb que una flor maldita y marchita partía, representando el último buen recuerdo. Él apoyó un sobre con tranquilidad en la mesa. Tan sereno como atravesar una vidriera a los gritos o los mensajes de amor grabados en metales. La mujer lo aceptó con confianza y lo metió en su bolso. Prefirió leerlo después, sola. O con el fantasma que aparece a la hora de ir a dormir, proyectado como holograma desde el otro más allá, por un Dios aburrido, de padres que se persignan con el crucifijo en la boca. En diagonal a su mesa un escritor esperaba una historia. Y me proyectaba enfrente a mí.

Volcó su café imaginándome, y esperaba que el mozo lo salve de las burlas que nunca se escuchan. La rejilla lo salpicaba, y los de la barra lo insultaban en lenguas del oeste. El hombre dejo caer su mano sobre la mano de la mujer, pero ella rechazó la última oferta. El escritor observó a la pareja y sus gestos desconfigurados entre amor y tensión de soledad. ¿Y la carta qué decía? No entendía por qué sumaron otro mensaje a la conversación. Ya estaban hablando, ¿qué más pasaba? ¿Qué tenía que decirle ese bigote de papá enamorado al borde de explotar de merca, a esa dama de peluquería? Vino el mozo con otro café y el escritor me convertía en prólogo. Yo miraba desde enfrente la historia dentro de la historia en todas las caras porque era lo único que podía hacer desde el futuro. El escritor aprovechó todos los ángulos de su curiosidad. Lo festejó al darse cuenta que no tenía cuchara, y el mozo ya no volvería a la mesa salvo a cobrarle. Quería el final primero, al conflicto lo resolvería en el camino. Cuchara ya se había convertido como yo en una palabra desconocida. Ni siquiera entendía su forma. Por la luz de un colectivo rebotando en el vidrio noventa grados desde su brazo derecho, el escritor vio que caían cucharas en cámara lenta y le dio un golpe hacia abajo a una para que se apure, pero todas las demás también lo sintieron. Se agachó luego de mirar en todas las direcciones agitado de intriga y levantó el mantel como un imaginario.

Respiró profundamente por si estaba soñando los gritos de dolor que presentía llegar, y yo exhalé al construir el placer de poder soportar el peligro. Agarró la cuchara del suelo como si fuera una espada libertaria, espiando las otras mesas por abajo. Y en la 44, el hombre de bigotes que amaba a esa mujer como nadie, desenvainaba un final mal escrito, y se entregaba en desacuerdo y sacrificio, a reconocer que recordar es inventar. (Fragmento de Los asomantes)

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