En mis primeros años en la cárcel, cuando todavía era un muchacho, preso a los 20 años por robar un Ford Farlaine modelo 60, estuve rodeado de gente que tenía cierta claridad y que me enseñó cosas que fueron cruciales para mí.
Fueron mis iniciadores.
Mis raíces.
“Tenés pasta, pibe, me decían”. Era un grupo de una docena de hombres que me llevaban muchos años de vida, de experiencia y de delitos que a mí en ese momento desconocía, pero me daban curiosidad.
Eran los viejos pistoleros de la banda salvaje.
Así los llamaban.
Me dieron protección y enseñanzas. Y me aceptaron como miembro del sindicato del hampa.
Lo primero que me dijeron es si estaba dispuesto a pasar mucho tiempo sin mi familia, perderme el nacimiento de mis hijos, no poder ir al velorio de mis padres llegado el momento.
Si no te bancas esto, pibe, dedícate a otra cosa. Tenés mucho tiempo por delante, me decían. Sus cuerpos cargaban muertes, cicatrices y balas alojadas.
Todos tenían a su brujita de cabecera, que invocaban en los tiroteos o después de un asalto.
Más de uno tenía un harén, pero en las malas sólo se quedaba la más leal, capaz de acampar fuera de la cárcel para llegar primera en la visita.
Yo los escuchaba y por dentro me preguntaba qué veían en mí que me daban aquellos consejos.
La Banda salvaje eran asaltantes, piratas del asfalto, ladrones de autos, escruchantes, secuestradores, robabancos.
Los recuerdo siempre.
Los más pesados eran Tino, Julio y Cacho Penna.
Eran tipos cultos, viajados, tangueros. Robaban con saco y corbata, con el pelo engominado y a veces con sombrero. Tiraban cuando se veían acorralados. No mataban por matar. Muchos de ellos tiraban con dos pistolas, como
Entre mate y mate, me decían que un buen ladrón tiene que tener principios y buen trato.
No existe el ladrón que no sabe hablar o no puede comunicarse con los demás. Eso es ser maleducado. Ellos fueron mis maestros.
Me enseñaron a escuchar, a observar y a caminar firme. Hasta usar buena pilcha me enseñaron.
El resto es suerte, pura intuición, picardía o simplemente supervivencia. No sé qué primó en mi caso.
Sólo sé que me formé desde chico gracias a la experiencia de los otros, y al poco tiempo ya tuve mi primer gran golpe.
De muy joven aprendí el manejo de las armas, los explosivos, aprendí primeros auxilios, supe también cómo dirigirme a los demás.
Lo esencial era que a todos nos unía el compañerismo.
Y la adicción a la adrenalina de esa melodía que me sigue resonando en la cabeza: esa mezcla de balas, corridas, autos a toda velocidad, gritos y la sirena.
Aunque ya no robe más y esté arrepentido de muchas cosas.
Nací y moriré ladrón.
Como mis maestros de la banda salvaje.
A todos ellos les debo una flor en cada tumba.