Por Cappa

Romance de barrio

Cronicas

René Houseman jugaba como vivía, por inspiración, sin tener en cuenta el futuro.

René Houseman y la pelota vivieron un romance de barrio tan intenso y apasionado que inventaron el fútbol una vez más.

No importaba dónde se encontraban: podía ser un potrero atorrante del bajo Belgrano o la cancha más mentada de un Mundial.

Cuando se juntaban, la pelota se le entregaba totalmente, más hermosa y redonda que nunca. Y él la acariciaba como un sabio cariñoso para escribir los versos más alegres que nunca antes se habían visto.

René jugaba como vive, por inspiración, sin tener en cuenta el futuro. Mejor dicho sin importarle el futuro. Jugaba para jugar, como decía Eduardo Galeano que debe jugarse.

No para ganar.

Ganar, en todo caso, es una recompensa.

Los cracks hacen siempre lo que hay que hacer. Son como un manual. Eligen la mejor opción de cada jugada. Por eso uno aprende, mirándolos, los secretos más íntimos de este juego.

En cambio los genios son inimitables, porque inventan lo que no está escrito y nadie podrá volver a escribir. Pasan por donde no se puede pasar, y hacen lo que no se puede hacer, porque es imposible.

Menos para ellos, que pueden pasar por donde no se puede y pueden hacer lo que no se debe y convertir todo eso en una jugada deslumbrante y asombrosa.

René era un genio.

Los jugadores profesionales, para estar y mantenerse en el primer nivel necesitan dos virtudes inseparables e inevitables: inspiración y conocimiento. René, como todos los genios, era inspiración pura.

Sabía todo porque podía hacer todo.

Inclusive gambetear en el aire, cosa que sólo le vi hacer a otro jugador genial: Mágico González.

Venía la pelota en el aire, él saltaba y cuando parecía que la iba a dominar con el interior, giraba el pie y con el exterior se la llevaba hacia el lugar que el contrario no esperaba.

Con todo merecimiento llevaba el apodo que en ese entonces los hinchas le ponían a los wines: Loco.

Antes fueron el Loco Corbatta, el Loco Bernao, y también el Loco Houseman, porque hacían cosas que parecían locuras y que nos volvían locos de alegría a quienes los mirábamos asombrados.

Cuentan los más viejos que el Chueco García (el poeta de la zurda le decían), otro loco fantástico, rosarino, que jugó en Rosario Central, Racing y la Selección Nacional, que una vez viniendo de un gol maravilloso, arrastraba los pies por el césped.

Cuando le preguntaron por qué lo hacía, dijo que así nadie le podía copiar la jugada.

Un veterano hincha de Huracán, hablando de Houseman, me dijo un día: “Cómo no lo voy a querer al loco si una vez gambeteó a un lineman”, y se le caían las lágrimas, emocionado.

Y era cierto.

Venía René por la banda y el lineman estaba parado con el banderín en la mano. El loco le tiró la pelota por un lado, y siguió corriendo por afuera de la cancha para encontrarla unos metros más adelante.

Nadie se acuerda de cuántos goles hizo René, ni cuántos penales provocó, ni cuantos campeonatos ganó, para desesperación de los “cientificistas” que todo lo cuantifican y que viven consultando estadísticas, como si eso fuera importante.

Porque esos jugadores, los geniales y los cracks también, desmienten en cada partido la realidad ficticia de esos tipos que ya Dante Panzeri en los años 60, ponía en su lugar. Que no era el fútbol, naturalmente.

Los que recordamos a René, a Corbatta, a Garrincha, a Mágico González, a Diego, y a todos los que alguna vez nos sacudieron el alma de emoción, los guardamos en el afecto y para siempre.

Como dijo Machado, “sólo me queda la emoción de las cosas, y se me olvida todo lo demás”.

A nosotros, que nos gusta el fútbol, también.

 


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