Rodaba el anzuelo veinte pies detrás del bote,
bajo la luz de la luna, cuando el enorme salmón dio con él,
y salió tieso fuera del agua. Como sostenido en su propia cola.
Cayó después al agua y desapareció.
Conmocionado, puso proa al puerto
como si nada hubiese sucedido. Pero sí.
Sucedió. Y del modo en que lo he narrado.
Llevé ese recuerdo conmigo a Nueva York
y más allá. A todos las sitios en donde estuve
a lo largo del camino hasta aquí,
la terraza del Jockey Club,
Rosario, Argentina.
Desde donde miro el ancho río
que refleja la luz de las ventanas abiertas del comedor.
Estoy fumando un cigarrillo,
escuchando el murmullo de los oficiales y sus esposas,
el sonido dispar de los cubiertos sobre los platos. Estoy vivo
y bien, ni feliz ni infeliz,
aquí, en el Hemisferio Sur. Por eso soy el más sorprendido
al recordar aquel pez perdido
alzándose del agua y retornando a ella.
El sentimiento de pérdida que me embargó entonces
aún me embarga. ¿Cómo transmitir esto qué siento?
Adentro ellos siguen conversando en su propia lengua.
Yo decido caminar. Junto al río.
Es la clase de noche que acerca ríos y hombres.
Voy en una dirección. Me detengo,
descubro que no me acercaba. No en los últimos tiempos.
Es esta espera lo que me ha acompañado
dondequiera que fuere. Pero ahora se abre
la creciente esperanza de que algo va a alzarse
y volverá a caer.
Yo sólo quiero oírlo y seguir camino.