El líder del robo del siglo, Fernando Araujo, era un bicho raro del delito.
No era pesado ni marginal.
Pudo haber sido ingeniero, arquitecto o contador. Pero su meta era ser el mejor ladrón del país. Le sobraba coraje e ingenio para serlo.
Y robar el banco Río de Acassuso.
“La idea del origen del universo y la idea del robo fueron las únicas veces que me generaron una serie de sensaciones en el cuerpo”, escribió Araujo en su cuaderno de anotaciones.
Experto en artes marciales, se define como un hombre espiritual, un aficionado a la astronomía y al ajedrez que fuma marihuana y pinta cuadros mientras escucha a Mozart.
Admitía que a veces era ambicioso e individualista, pero juraba que se conmovía con el tipo de la calle, el que no llega a fin de mes. Le bastaba con subir al tren un lunes a las siete de la mañana y ver las caras de desgano.
La frustración de los laburantes que se van a entregar como vacas al matadero a tareas insoportables. Sentados, si es que tienen la suerte de sentarse en la hora pico, parecen muertos vivientes. Inmóviles, incapaces de pronunciar una palabra, dejan que la mirada se pierda en la nada.
Algunos son tipos que se rompen el lomo por migajas. Otros son bastardeados por sus patrones y para algunos de ellos la única forma de rebelarse es darse por vencido, consumirse por dentro.
Esos tipos lo saben: nunca tendrán un auto o una casa. A lo sumo, si son oficinistas, podrán sacar un crédito, hacer méritos o, en el peor de los casos, chuparle las medias al superior para conseguir un ascenso. La rutina los carcome. Es un virus que un día, sin que se dieran cuenta, se les metió en el cuerpo. Trabajan por inercia. Pasan todo el día cumpliendo órdenes.
Todo para que un día los devoren las fauces que convierten a los útiles en prescindibles. O en mártires a los empleados aguillotinados por el filo del papel de un telegrama que llega de un día para el otro y dice: “La empresa decidió prescindir de sus servicios”.
Escrito con el pulso frío y sin alma de un gerente de recursos humanos, de empresas que facturan pero cada vez tiene menos recursos y menos humanos. Esos hombrecitos que despiden con cordialidad y dan la mano flácida escriben esas siete palabras de memoria.
Esas palabras tan irreversibles como estas otras siete palabras: “Arriba las manos, esto es un asalto”. Al que no lo echaron, los patrones le lloran y hasta serían capaces de pedir que agradezcan tener trabajo porque podrían estar peor. Esos seres, después de un día agotador, llegarán a sus casas y no les dirigirán la palabra a sus esposas o a sus hijos.
No les ha quedado energía ni para tener una amante o tener una aventura que los rescate o los hunda peor. Han sido devorados por sus trabajos y por la furia de una ciudad indómita que los vomita estresados, moribundos.
La pregunta
Con sus familias, ante un plato de comida, se reirán con el programa televisivo del momento o se indignarán con la protesta sindical del día que paralizó el tránsito en la ciudad, sin pensar que los próximos que corten la calle podrían ser ellos.
El líder se preguntaba como hacían esos hombres para estar mansos en vez de estallar y volverse locos.
Incapaces de rebelarse, iban resignados al ostracismo, ensimismados; convertidos en ladrillos de carne y hueso que pronto serán polvo y escombros pisoteados por la suela del zapato lustrado de sus jefes.
A estos tipos derrotados les han quitado hasta la posibilidad de fantasear, por ejemplo, con tener ahorros, conocer Europa, o enfiestarse con dos vedettes famosas que lo dejen seco.
Ellos ya están secos, pero de agotamiento.
Estos tipos son los mismos que engordan las colas de los bancos. Porque un poderoso no pierde el tiempo en esperar. Basta con observar quiénes están en la cola para darse cuenta de que la mayoría son laburantes.
Algunos irán por la migaja, otros por un cheque que quizá rebote por falta de fondos. Unos tantos rezarán por un mísero crédito, ese que se devuelve en cuotas donde se va la guita y el alma del que pactó con el diablo. Los más viejos esperarán que otra vez no les cambien la jubilación por billetes falsos.
A muchos de ellos les tocará un buen cajero. Pero no todos los empleados bancarios son buena gente. Están los que se ponen la camiseta del banco y le cuidan el bolsillo al patrón. Se deben sentir importantes retando al cliente, negándole el préstamo porque falta una firma o metiéndole, como sea, una tarjeta de crédito a alguien que no la pidió. Al líder le caían mal los empleados que lo miran a uno de arriba abajo, esos tipos que pierden el pelo por el estrés pero se creen galanes porque tocan cientos de fajos con guita que no es de ellos y que nunca lo será. Esos bancarios con ilusiones de banquero que hablan banalidades con su compañero o critican por lo bajo mientras uno espera, harto, que llegue su turno. A estos ladrones les irritaban las publicidades de bancos, esas en las que el padre permite que su hija le use el auto y la tarjeta y salga con el primer tipo que se le cruce en el camino, aunque sea Charles Manson o Jack el Destripador, porque ese hombre está feliz y levita por la generosidad de un banco que le acaba de aprobar un préstamo.
O el viejo que baila una canción de los ochenta por los beneficios que le da su banco. Entre ellos, un plasma en cuotas donde va a poder ver la vida que nunca va a vivir. O la parejita border que se amiga y se pelea según las promociones especiales del banco. Hay otros avisos que muestran a la familia feliz que puede viajar porque existe una tarjeta de plástico que es mágica. No sólo pueden viajar: también pueden cenar en los mejores restaurantes, comprar electrodomésticos con cuota fija y sin interés y ropa de moda. Esa tarjeta de plástico que parece mágica pero no lo es. Porque un día, esa tarjeta mágica te hace volver al mundo real y quedás en la lona. Mejor dicho, debajo de la lona, consumido por una bancarrota. El compre ahora y pague en seis meses es un espejismo, como lo fue la plata dulce y el déme dos. Hay discursos que se construyen con frases pegadizas, como las de la publicidad. Hay que pasar el invierno. El 2000 nos encontrará unidos o dominados. Les hablé con el corazón y me contestaron con el bolsillo. Mejor que decir es hacer. No hay que tirar la manteca al techo. A vos no te va tan mal, gordito. La casa está en orden. Con la democracia se come, se educa, se cura. Síganme que no los voy a defraudar. Estamos mal pero vamos bien. El que apuesta al dólar pierde. Hay que dejar de robar por dos años. Dicen que soy aburrido. Estamos condenados al éxito. El que depositó dólares tendrá dólares. Vengo a proponerles un sueño. La revolución de la alegría. Hay frases políticas que llevan a otras frases, menos políticas y más furiosas, pero tan pegadizas como las otras. Qué se vayan todos. Chorros, devuelvan los ahorros. Piquete y cacerola, la lucha es una sola.
Los siete hombres que salieron de sus casas y nunca volverían a ser los mismos, preferían otra frase, brutal y directa: arriba las manos, carajo. Sin el carajo no tiene la misma fuerza. El carajo dignifica. Para el líder, robar un banco era como hacer un gran truco de magia.
Pero, muchas veces, el gran truco falla.
Sólo basta que surja una inesperada variación en uno de los eslabones de la milimétrica cadena de acontecimientos. No importa que ese cambio sea leve: no hay que ser un entendido en la materia para saber que una obra de arte puede arruinarse hasta con la el agujerito imperceptible de un alfiler o la minúscula caquita de una paloma.
Un simple imprevisto, un cambio de horario, una presencia que no se tenía en cuenta, un atascamiento de tránsito, un percance climático o un inconveniente estomacal pueden arruinar un plan que se trazó día y noche, aun cuando sus ejecutantes dormían y las ideas del gran golpe se colaban en su enrevesado subconsciente. En eso, también, un boquetero se parece a un ilusionista. Nada puede salir mal.
Pero el ladrón, como el mago, tiene que aguantar o rezar para que ningún contratiempo lo tome por sorpresa. En el clímax criminal, en el momento del truco final, nada puede fracasar. Un boquetero al que le tiemblan las manos cuando abre una caja fuerte es como el ilusionista que no puede abrir el candado de las cadenas que lo tienen atrapado en una caja de acrílico, ante la vista impiadosa de todos. Pero hay algo sustancial que los diferencia.
El público puede ser el principal enemigo de un mago: nunca falta el que busca adivinar cómo fue el truco para escupirle el asado o el morboso que hace fuerzas por dentro para que corte en serio a la chica o le saque un dedo de un navajazo. La mirada del otro, a veces, puede hacer transpirar al mago. El boquetero, en cambio, no tiene una larga fila de espectadores. Imposible imaginarlo: espectadores que alientan (“dale, cavá más rápido que falta poco” o “abrí aquella caja para ver qué tiene”) o celebran de pie cuando el elenco de encapuchados –llenos de polvo y emoción– muestra su botín mientras se inclina hacia el público, y van y vienen hasta que se agotan los aplausos. Ese delirio jamás ocurrirá.
El boquetero ataca cuando nadie lo ve.
Su enemigo, y único asistente al acto que ejecuta bajo tierra, es tan implacable como voraz: el tiempo.