Vivo en la calle. En un cajero, mejor dicho. A las 9 un policía me despierta y ya sé que tengo que agarrar mi bolsa con ropa y llevarme mi colchón.
He dormido en lugares peores: en un contenedor, en un baño, y al costado de las vías del tren. Podía dormir pese a los trenes. Siempre viví en un hotel de mil estrellas, como canta Andrés.
No recuerdo cuál fue la última vez que soñé.
Creo que los que vivimos en la calle no podemos soñar.
En la calle me pasó de todo, pero sigo de pie porque vivir es una bendición.
La calle te obliga a creer en Dios, a vivir con cuatro ojos y a dormir con uno abierto. También aprendí que la droga enloquece a algunas personas.
Mi ex marido se volvía loco y me gatillaba en la cabeza, en la panza, en los pechos. Era un buen ladrón.
Pero un mal hombre.
Una vez le saqué el arma y vacié el cargador en la puerta de una casa de videojuegos, en Floresta. Todos se tiraron al piso.
Estallaron los vidrios y las pantallas de los juegos. Tiré desde un auto. Lo hice porque uno de los pibes que jugaba ahí me había hecho cosas feas que prefiero olvidar. A la otra semana volví y jugué unas fichas como si nada.
Pero lo peor que pase fue en San Martín. Una mujer mayor que yo me invitó a su casa, pero enloqueció, me amenazó con una cuchilla y me ató con cadenas a un inodoro. Dijo que si estaba con ella me iba a liberar. A las tres horas me rescató un amigo.
Fueron años muy picantes. Nunca se me hubiese ocurrido denunciarla.
En mi tribu nadie denuncia a nadie.
Somos compañeros o enemigos.
En la calle las cosas se arreglan entre la gente.