A veces, la vanidad –¿o la inexperiencia?– me ciega y pienso que es el mundo quien se conjura contra mí cuando intento crear un texto más o menos literario y este no sale adelante.
Me ocurre cuando enciendo el ordenador, abro el procesador de textos y, entonces, esas ideas que caminan como por un puente de madera carcomida, al que le falta la mitad de las tablas y que se tambalea, caen sobre un precipicio abismal por culpa, elija el lector, de la vibración del maldito móvil, de la sirena de la ambulancia que acaba de atravesar la calle o de la vecina de arriba, quien grita a su amante que tenga cuidado mientras intenta acceder a su interior por la vereda de la puerta de atrás.
Es entonces cuando, antes de que la anaconda implacable de las circunstancias consuma su abrazo definitivo y mortal a mi creatividad, recurro a la cuarta canción de un disco de Nick Cave & The Bad Seeds que se llama Push the Sky Away y que narra una historia sórdida, de las que los hombres –y mujeres– de a pie esconden en los cajones más ocultos del sótano de su alma, pero que, no sé en absoluto por qué –si alguna vez acudo a algún psicoanalista, le preguntaré–, a mí me sublima y me brinda unas alas de cera, como las que hizo Dédalo, efímeras y urgentes, que me ayudan a escapar del bloqueo laberíntico, de la rutina minotáurica y, sobre todo, del acoso constante de la mediocridad.
La canción en cuestión responde al nombre de "Jubilee Street" y, en su versión de estudio, dura seis minutos y treinta y cinco segundos. Recuerdo perfectamente cómo se incrustó en mi vida.
Fue en una madrugada efervescente de agosto en Malta, al llegar al piso donde me alojaba tras un fracaso erótico/festivo/discotequero –eufemismo de "fui a ligar y me comí los mocos"–. No tenía demasiado sueño, puse el Spotify y la primera pieza que escupió el programa fue esa. Bien por el propio poder de la canción, bien por la curda que llevaba –puede que por las dos cosas–, mientras la escuchaba, creí/sentí que levitaba.
Narra una historia sórdida, de las que los hombres –y mujeres– de a pie esconden en los cajones más ocultos del sótano de su alma, pero que, no sé en absoluto por qué –si alguna vez acudo a algún psicoanalista, le preguntaré–, a mí me sublima y me brinda unas alas de cera, como las que hizo Dédalo
"Jubilee Street" está compuesta por Nick Cave y Warren Ellis, quien, desde la salida de Mick Harvey, es el macho beta de Las Malas Semillas.
En la magnífica película documental 20.000 días en la Tierra, dirigida por Iain Forsyth y Jane Pollard, vemos cómo Cave aporta esa inquietante y magnética secuencia de notas y pide a Ellis que la pruebe sobre diferentes loops. El resultado final es perfecto.
Durante los tres segundos iniciales, Thomas Wydler marca un ritmo que –conste que esto es subjetivísimo– me recuerda al "My Way" que interpretaba Sinatra. Entonces, irrumpe la guitarra de Ellis, cálida y envolvente, que funciona como un yoyó hipnótico sonoro, y que introduce a un Cave que canta sobrio, elegante, conteniendo la tensión: "On Jubilee Street / there was a girl named Bee…". La calle de la canción es ficticia.
Alguna vez, elucubrando, sabedor de los conocimientos bíblicos de Cave, hilando fino en exceso quizá, me he preguntado si hay un guiño a la fiesta judía del Jubileo (Levítico, 25).
En la letra, se cuenta/canta la historia de una prostituta llamada Bee, quien "tenía una historia, pero no pasado", y que es visitada por un hombre de traje gris, un ciudadano corriente, cuyo nombre está apuntado en todas las páginas de un pequeño libro negro y que brilla, vuela, vibra y se transforma cuando la visita.
Este éxtasis se desparrama cuando irrumpe, casi al final de la canción, un coro infantil con un "ahhhh…" como salido del Purgatorio.
El relato incluye imágenes brillantes, como la de la catástrofe de diez toneladas en una cadena de sesenta libras y, sobre todo, la del feto con la correa. El videoclip, dirigido por John Hillcoat y protagonizado por Ray Winstone, es una brutal maravilla.
Esas ideas que caminan como por un puente de madera carcomida, al que le falta la mitad de las tablas y que se tambalea, caen sobre un precipicio abismal por culpa, elija el lector, de la vibración del maldito móvil, de la sirena de la ambulancia que acaba de atravesar la calle o de la vecina de arriba
Como el tipo de la canción cuando visita a Bee, mi cerebro vibra, vuela y se transforma cuando escucho "Jubilee Street".
Puede que exagere si tildo de "mística" la experiencia que disfruto al recurrir a esta canción, pero sí que me libera de cargas mentales, elimina archivos no deseados, expurga lastres.
Qué bien lo explica el artista australiano, aplicándolo a la composición musical, en la ya citada 20.000 días en la Tierra: "Las palabras que he escrito a lo largo de los años son sólo un barniz. Hay verdades que yacen debajo de las superficie de las palabras. Verdades que se alzan sin avisar, como el lomo de un monstruo marino… y después desaparecen.
Tocar y cantar, para mí, es encontrar una manera de tentar al monstruo a que salga a la superficie. Es crear un espacio donde la criatura pueda atravesar lo que es real conocido para nosotros. Este espacio deslumbrante, donde la imaginación y la realidad se cruzan es donde todo el amor y las lágrimas y la dicha existen. Este es el lugar. Aquí es donde vivimos".
Hace ¡ya cuatro años!, en el Palacio de Congresos de Madrid, fui testigo de cómo Cave y una versión reducida de The Bad Seeds la interpretaron en directo.
Nunca he estado tan cerca de un profeta, a saber de qué Dios, en la Tierra.
Comenzaban solos el cantante al piano y Ellis a la guitarra.
La base rítmica se unía en la estrofa que arranca con "The problem was / she had a little black book…".
Al final, la canción estallaba salvaje, repitiendo Cave, a voz en grito, "I’m transforming, I’m vibrating, look at me now!!!!".
Sí: en realidad, justo eso es lo que se siente al escribir cuando uno encuentra el camino: un vuelo, una vibración, una transformación.
Mírame ahora.