Por Symns

El grandote

Cronicas

Las calles de Once como territorio salvaje.

El 1 de enero de 2004, por la mañana, salía de un edificio ubicado en las inmediaciones de Plaza Italia en Santiago de Chile.

Había vivido un par de meses en la Isla Negra, en una lujosa casa frente al horripilante museo Neruda y en la última semana del año me trasladé a la ciudad en busca de un poco de agite.

La noche anterior había estado girando de fiestas en fiesta y ni siquiera dormí mientras preparaba mi bolso. Tenía boleto hasta Bariloche y el bus salía al mediodía.

Cuando compré el diario El Mercurio quedé asombrado: en la tapa estaba la foto de mi amigo Omar Chabán.

La nota daba cuenta en pocas líneas del desastre ocurrido en la disco Crogmañón en Buenos aires y hablaba 194 de muertos.

No conocía Crogmañón pero había sido un asiduo concurrente de Cemento y del Café Einstein no sólo como espectador sino como protagonista de recitales con los Redondos, Los piojos, Bersuit Vergarabat y otras bandas.

Era más cliente que amigo. Pero nos hacíamos mutuos favores con Omar.

En cierta ocasión yo lo rescaté de un procedimiento policial gracias a mi relación con el subcomisario que conducía el operativo. Omar me sacó de encima a un loco que me quería cortar con una tijera en un ataque de celos. Antes de partir para Chile me había cruzado con Chabán en la esquina de Sarmiento y Rodríguez Peña y le pregunté por su colección de zapatos. Se corría el rumor que era poseedor de más de 200 lujosos tamangos.

Llegué a El Bolsón que era mi destino final y pude ver las imágenes alucinadas del desastre, el pesadillesco amontonamiento de cadáveres.

Como todos comprobamos después, la noche en las ciudades del país cambiaron para siempre. La joda dejó de ser policíaca y fue municipalizada. El control resultó ser más jodido que la represión. Y también comprobamos que los controles municipales eran más burocráticos y salvajes.

Fue una invasión desplegada como un ejército nazi sobre todos los sucuchos y guaridas de la noche. Se prohibió casi todo. Beber, bailar, coger, fumar, ser menor de edad, amucharse.

No representó un golpe duro en mi vida porque yo comenzaba a retirarme de la vida nocturna.

Pero como casi todos los habitantes de la noctambulidad rockera tuve mis muertos. Pero lo extraordinario fue que recibí un llamado de un amigo desde Buenos Aires para ofrecerme un cuarto en un departamento en una pensión en Once donde él ya vivía.

Era en la calle Perón (eternamente Cangallo para los anti peronistas) en la esquina de Jean Jaurés. Así fue como me fui a vivir a 100 metros del derruido Crogmañón. Es un edificio muy antiguo y todavía guarda cierta elegancia de su viejo esplendor a pesar de encontrarse abandonado. Tiene tres plantas y está atravesado por un callejón central cubierto de palmeras y otras enormes plantas. 

Fue una invasión desplegada como un ejército nazi sobre todos los sucuchos y guaridas de la noche. Se prohibió casi todo. Beber, bailar, coger, fumar, ser menor de edad, amucharse

Las familias de los muertos nunca dejaron de desfilar por las inmediaciones absorbidos por el shock.

El barrio se hizo terriblemente marginal y yo sostuve una serie de aventuras nocturnas durante los casi dos años que permanecí allí. Once es más formidable que Constitución y obviamente que el desolado Retiro.

Es la reina de las estaciones de trenes.

Desde mi ventana en el segundo piso, podía ver el ir y venir de los trenes como en mi niñez.

En la plaza y sus inmediaciones establecían su territorio las travestis y las prostitutas, pero en las inmediaciones de mi residencia no había ley ni porongas.

A los pocos días de establecerme, salí a la medianoche a comprar cigarrillos y en la avenida Pueyrredón, dos niños no mayores de 10 años me rodearon.

Sonreían y me agarraban de la mano como si yo fuera su abuelo, pero cada uno de ellos me mostró una turbia y oxidada navaja.

Les di el poco dinero que llevaba y se perdieron en la estación. Pronto encontré mis aliados en el barrio. El mozo de un bar en la esquina de Jean Jaurés y Sarmiento. Un gigante lleno de cicatrices que había sido adicto y pistolero pero se había regenerado por amor. Un coreano y su mujer paraguaya dueños de un maxikiosco sobre cangallo.

Dos peruanos narcos y pesados en un restaurante trucho sobre Jaurés y Pueyrredón.

Mi principal contacto con el mundo fue el viejo Tomás que era el encargado de cuidar el orden en la pensión marginal donde vivíamos.

El viejo Tomás me invitaba a almorzar y me golpeaba la puerta del cuarto cuando quería tomarse un trago o fumarse un cigarrillo. Tenía prohibido el consumo de ambas sustancias y su esposa Irma lo controlaba.

Pero el viejo era un hombre que solo podía ser controlado por sus pulsiones y se escapaba todos los días para embriagarse en el bar. Era un hombre que llevaba todo su pasado incorporado en su sonrisa.

Sonreían y me agarraban de la mano como si yo fuera su abuelo, pero cada uno de ellos me mostró una turbia y oxidada navaja.

 

Todos los pensionistas eran trabajadores que salían muy temprano mientras sus hembras limpiaban el cuarto, lavaban la ropa y cocinaban.

A veces les daban ruidosas palizas. El vecindario del edificio era bullicioso. Había muchos jóvenes fanáticos del rock y aprendices del pungueo.

En el túnel de Jean Jaurés que comunica cangallo con. B. Mitre en aquella época vivía una jauría de mocosos peligrosos. Niñas hermosas escapadas de refugios y toda clase de peligrosos paqueros.

Cruzaba solamente de día cuando iba al salón del hipódromo ubicado en la esquina.

Pero esquivaba la noche en esa zona, excepto cuando me encontraba con Nicolás, un muchacho de Soldati, peleador callejero, estudiante de filosofía y pesado. Lo conocí en un bar junto a su familia.

Era un familiero correcaminos de doble vida. Amaba a sus hijos tanto como los quilombos de la calle.

El buscaba el huracán de los quilombos. Le gustaba marearse con la adrenalina del peligro. Era un adicto al miedo. Donde lo sentía, atropellaba.

Nos metimos juntos en varios disturbios y siempre salimos airosos. Por supuesto que él era la coraza y el cuerpo, yo matoneaba a la gente pero el que la destruía era él.

Nico fue uno de los pocos tipos que me producía auténtica alegría. Nos metíamos en los peores piringundines, en los cyber peruanos, en las salas de masajes, nos cruzábamos al bar de prostitutas sobre la calle Catamarca y toreábamos el peligro.

Muy pocas veces cruzábamos por el túnel de la calle Jean Jaurés porque del otro lado no había casi nada.

Pero ese atardecer primaveral fuimos al hipódromo y acertamos una imperfecta de 63 pesos y volvimos ya casi anocheciendo, festejando previamente la noche de festejos que nos aguardaba y cruzamos por el túnel distraídos hacia mi casa.

Los gritos de la mujer nos llegaron sofocados por unas bolsas de arpillera que cubrían los cuerpos. Estaba desnuda y sangrante.

El grandote la siguió violando como si no estuviéramos cuando levantamos las bolsas. Yo le pateé las costillas y Nico lo zarandeo en la cara con dos terribles puñetazos.

Recién entonces reaccionó y despertó de la malvada pesadilla que había generado.

La mujer estaba casi asfixiada, sangrando y llena de magullones y mordiscos.

La bestia reaccionó como una pantera.

Era grandote pero fofo, sin embargo me sacó de encima de un manotazo y salió corriendo.

Los dos corrimos tras él, pero Nico me llevaba varios metros en esa carrera.

El tipo se adentró en el túnel y se trepó por las vigas del puente donde pasan las vigas del ferrocarril y desapareció en la oscuridad. Nico sacó su revolver e hizo tres disparos. El tipo se derrumbó desde la altura y se rajó la cabeza contra el empedrado.

Un tiro le había dado en el cuello y se estaba muriendo. Fueron segundos de escalofrío. Los conductores de automóviles y taxis que pasaban no querían enterarse de nada y aceleraban. Enseguida nos dimos cuenta que el tipo se estaba muriendo.

Tenía la camisa blanca y el saco gris cubiertos de sangre.

Y la muerte estaba en sus ojos, que se iban vaciando de él. Cuando volvimos al centro del túnel, la mujer tampoco estaba. Ni se nos ocurrió llamar una ambulancia.

Antes de llegar mi cuarto, el tipo tenía que haber muerto. Nico estaba desencajado. Y por primera vez lo vi asustado.

El buscaba el huracán de los quilombos. Le gustaba marearse con la adrenalina del peligro. Era un adicto al miedo. Donde lo sentía, atropellaba.

 

En la madrugada tiramos el revólver en una alcantarilla después de borrar las huellas obsesivamente.

Se fue a su casa y no hablamos por varios días. El crimen salió en Crónica y Diario Popular pero una sola vez.

Se trataba seguramente de una pelea entre linyeras de la estación. De la víctima nunca se supo nada. Era la única que sabía quiénes éramos.

Matar a un tipo que viola o mata a una mujer debería ser un crimen justificable.

Dejamos de vernos con Nico.

El me evitaba como si yo fuera la policía.

Yo decía “lo matamos”.

Pero él decía “lo maté”.

Un día, hace más de 10 años desapareció y nunca más supe de él. Matar a un hombre debe ser una droga muy peligrosa.

Una droga peligrosamente adictiva.

Yo me acuerdo la cara del grandote “que matamos”.

Era parecido a Monzón. Un tipo humilde del interior. Con cierta tristeza encerrada en sus ojos escapando para siempre de esta desgraciada existencia.

Foto:

Odkryj wszystkie możliwości Mostbet https://mostbet.com.pl/ – szczegółowa recenzja bukmachera